Regalos que no se olvidan

El otro día me acordé de aquel regalo de la infancia que me hizo más ilusión. Y no hablo de los regalos de mis hermanos, que a veces eran chulísimos (recuerdo especialmente un coche teledirigido –con cable: eran otros tiempos- que recibió por Reyes Magos uno de ellos); hablo de los que me hicieron a mí y que aún conservo en la retina como si estuviera jugando con ellos.

Quien relaciona lo que te gusta en la infancia con lo que serás de mayor no estuvo muy acertado… al menos en mi caso. Porque el regalo que me causó más sorpresa y alegría fue una grúa eléctrica; sí, una grúa de obra que funcionaba con pilas y que era de color amarillo. Estuve varios días izando y arriando el cargamento que depositaba en la pluma de aquella grúa hasta que se gastaron las pilas y me fui olvidando. Y no, de mayor no me hice gruista ni trabajé en la construcción por razones de vocación, si bien lo hice durante cinco años porque mi familia tiene una empresa constructora. Hasta que cambié el rumbo y creé varias empresas, claro. Digamos que no fui llamado por el camino del ladrillo, como podían presagiar mis padres mientras me veían disfrutando de la grúa amarilla, arriba y abajo, arriba y abajo y ¡más madera!, como dirían los hermanos Marx.

Pero hubo otro regalo –no puedo hablar sólo de uno…- que me cautivó. Fue una bicicleta roja. Tenía cinco años. Estoy viendo perfectamente cómo mi hermano –a quien también regalaron una- y yo pedaleábamos por las calles como los niños de Verano Azul el mismo 6 de enero de 1981. Qué grande. Recordar ahora esas sensaciones, aquellas primeras emociones, me demuestra que la ilusión es lo mejor que puede haber en la vida y que tanto los niños como los mayores no la debemos perder nunca. Quizá sea eso, la ilusión, el mejor regalo (sirve también para los regalos de aniversario, cómo no) que tengamos siempre con nosotros.

Alberto Gutiérrez Delgado