Argentina en las entrañas

Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver… No sigo con el tango, que me vengo arriba. Echo de menos Argentina ahora en febrero. Hace dos años disfrutaba por estas fechas de Palermo Soho, de las playas de Pinamar allá en el sur, de los asaditos, ay, los asaditos. Qué felicidad. Los argentinos tienen el tango con ese lunfardo que te llega a las entrañas y que irremediablemente te hace querer volver, como la canción. El barrio de Boca, la Avenida 9 de Julio, San Telmo… allí tienes la certidumbre de estar en un país tan parecido al tuyo, solo separado por Borges, por Maradona, por Mafalda.

Hay lugares que sabes que te pertenecen o que tú les perteneces a ellos, en donde hablarías durante horas de la devaluación de la moneda sin tener ni idea, de los relatos de Cortázar, de una película de Campanella o de Soledad Villamil y del secreto de sus ojos. Porque todo eso sucede allí, en el pasto, como diría Di Stefano, de cualquiera de las cafeterías bonaerenses con olor a principios del siglo veinte y a familias que llegaban procedentes de Europa, con apellidos que forjarían la historia de la nación.

Puede que Argentina sea un quilombo y todo eso, pero nosotros tampoco podemos hablar muy alto. A mí me parece un país muy literario, de ahí que hablen con naturalidad y rigor de lo que haga falta, incluso de lo que conocen. Es broma. Tengo familia cordobesa (la Córdoba de allá) y saben que a poco me iría con ellos a una confitería bailable (discoteca) a tomar un Fernet y a cobrarme luego un alfajor. En fin, qué país. Su gente habla, ríe, imagina y sueña en un ejercicio retórico muy sano. Y puede que inventen, sí, pero la vida es un puro invento, un cambalache que nos obliga a disfrutar mientras vamos de Corrientes a Puerto Madero, de la Pampa a Perito Moreno, de Les Luthier a Fito Páez.